- La mediocridad es algo horrendo, y sin embargo,
un don admirable sin el cual no podríamos vivir. – prosiguió el hombre mientras daba un sorbo
a su pequeña taza de café.- Imagine por un momento que la genialidad fuera
común, ¡Qué despropósito! Es, por supuesto, completamente imposible. La
mediocridad debe existir para que el genio luzca. Los diamantes no valdrían
nada de no estar rodeados de objetos de menor valor.
- Vaya cosas más obvias dice usted. Sin embargo,
no comulgo con esa idea suya. La mediocridad es despreciable se mire por donde
se mire. Cualquier persona de rigor tiene la obligación moral, espiritual, o
llámelo como quiera, de superarse a sí mismo. Una persona no es completa si no
trata de ser mejor, si no lucha por saber más, ser más fuerte o vivir mayores y
más intensas experiencias. Oh, sí, disculpe. Quisiera tomar otro café. Sólo,
sí, con dos de azúcar. – el camarero, contento de que al fin hubieran advertido
su presencia, se marchó solemnemente, como se esperaba de alguien que
desempeñase esa labor en un lugar de tal categoría. – Vaya, en esta cafetería
son siempre tan atentos… ¿Por dónde iba?
- Soñaba usted con un ideal de ser humano que hace
tiempo que quedó atrás. Parece olvidar que a nadie le importa ya su interior.
¿Quién quiere ser culto pudiendo conducir un lujoso coche? ¿Quién quiere saber
de música, pudiendo acceder a toda ella en cualquier momento y de cualquier
manera? ¿Por qué forjar una personalidad si la televisión nos entretiene de la
manera más vulgar? Ahí se bañan los mediocres, se impregnan de la esencia de lo
común, de lo grosero. A veces incluso el genio se pierde en ese horrible lago
de cuestiones terriblemente aburridas. Pero es un precio que se ha de pagar,
para que gente como usted y como yo tengamos el privilegio de sentirnos únicos.
– tras el discurso del hombre el camarero se acercó con el café de su
acompañante, en una preciosa y pequeña tacita de fina porcelana con un aspecto
tremendamente frágil, decorada con motivos florales clásicos. – Aprecio
infinitamente el detalle de éstas piezas, son sin duda exquisitas.
- Sois un maravilloso orador, habéis alejado el
tema como os ha parecido y ahora os permitís analizar la vajilla. Lamento
deciros que no pienso daros la razón. La gente vulgar no debería existir, aun
que soy consciente de lo imposible de mi propuesta, por lo que me conformaría
con no tener que verla, tal vez de esta forma olvide su existencia. La vida no
es algo para vivir de forma pasiva, es algo activo en constante cambio, cada
acción puede cambiarnos, marcarnos, o acabar con nuestra existencia. Pero es
eso, eso es la esencia de la vida. El riesgo, la aventura. Y hay tiempo para
hacerlo de forma práctica y teórica. No olvide leer sus novelas, inspirarse en
sus poesías. Pero no olvide dar al cuerpo el placer animal que también nos hace
humanos.
- Es usted sorprendente, habla como si en otro
siglo nos halláramos, con unas intensas ideas y un rostro totalmente fuera de
lo común. Me sorprende haberla conocido, pero es sin duda lo mejor que me ha
pasado, al menos hoy. – el hombre rió y prosiguió charlando, jovial.- Me
resulta un tanto fría, pero su discurso desprende calor. Me desconcierta
ligeramente el choque de temperaturas, pero es de lo más fascinante.
Lamentablemente debo marcharme, prometí a mi jefe que sólo tomaría un café
mientras me ponía al día con mi correspondencia, pero ya ve. Llevamos aquí una
hora charlando y apenas he terminado el primero de mis quehaceres.
-
No se preocupe, volveremos a vernos. Suelo
frecuentar este lugar, ya no quedan sitios como éste, donde una puede sentir
que lo bello no ha desaparecido, donde el don de la palabra no queda
desprestigiado por patanes.
- No quisiera ofender, pero me sorprende que sea
usted tan joven, y mujer, ¿de dónde ha salido?
- No sea desconsiderado, caballero. Un hombre adulto
como usted debería saber que a una dama no debe preguntársele por su pasado. –
a pesar del tono de reprimenda, una ligera risa salió de los labios de la
mujer, a quien la curiosidad del hombre alagaba enormemente.
- Entonces no hablaré más, temo estropear su
confianza.
El hombre comenzó a recoger sus
pertenencias mientras la mujer, divertida, terminaba el café. Los dos se
levantaron casi a la par. Un hombre distinguido, de facciones afables y
pequeñas arrugas en la boca y el ceño con ligeros brotes de blancura en su
cabello. Vestía un elegante traje gris oscuro con una camisa beige. A pesar de
su estilo clásico, la corbata denotaba la época en la que se hallaban, ya que
simulaba de manera muy realista un río de plata. Se puso un sombrero,
aparentemente antiguo también, pero que en un lateral disponía de un pequeño
aparato que hacía las veces de teléfono y ordenador personal.
La mujer era totalmente
diferente.
Sin terminar